1/9/14

La vida suelta de Ernesto XVII (...)

Esperaba que le alcanzaran su equipaje que había guardado en el depósito del micro y no podía entender cómo tardaban tanto en entregárselo si había sido el último en subir. Pero a Ernesto mucho no le preocupaba. Tenía todo el tiempo del mundo para no tener apuro. Asomaba un día nublado en Gesell y unas doce cuadras separaban a la terminal de micros de la casa del gordo Salvador. Era demasiado temprano para caer en lo de su viejo amigo y tenía que dejar que el reloj hiciese su trabajo. No quería sentarse en el bar para tomarse algo entre borrachines. Quería pensar. Por eso, decidió pasar por un kiosco para comprar un atado de cigarrillos, un encendedor y unas pastillas de menta.

Así, bolso en mano y aprovisionado, encaró para la playa tras caminar unas cuadras hacia el Norte por la Avenida 3. Entendió que debía reconciliarse con el mar y que en ese amanecer no había mejor lugar para que el tiempo pasara y para ordenar algunas ideas. Ernesto sentía que habían pasado cinco años de su separación de Laura. Y no porque extrañara. Todo lo contrario. Hacía tiempo que no se sentía tan libre, tan despojado de toda la mierda con la que había construido su vida.
Había muy poquita playa. El mar había crecido con muchas ganas durante la noche y la arena formaba una fina pasarela que poco a poco iba ganando terreno. Ernesto, ya sin zapatillas y con los pantalones de gabardina color crema arremangados por encima de las rodillas, se acomodó en un lugar donde tenía garantía de no mojarse y se sentó cuidadosamente sobre el bolso. Las paces con la arena había que hacerlas en forma pausada.

Allí, como señal de amistad, rompió el ritual de fumar exclusivamente en la cancha. Le costó encender el cigarrillo por el viento, pero lo logró luego de unos cuantos intentos. En ese momento, mientras saboreaba la primera pitada y sentía que el humo le calentaba deliciosamente la boca y la garganta, Ernesto pensó en que no volvería a hacer nada de lo que hasta el momento había hecho en su vida adulta. Chau a Laura, a su mundo y a la obsesión horrenda de controlar vidas ajenas que en el fondo no le interesaban nada. Adiós a los trabajos indeseables. Nunca más a la sumisión y a las rutinas. Había que volver a empezar. Y si eso implicaba sacrificios y dejar de hacer las pocas cosas que le gustaban, como seguir a Banfield a todos lados, estaba dispuesto a hacerlo. Ahora sus objetivos eran a corto plazo. Primero el reencuentro con el gordo Salvador y la búsqueda de un techo y un trabajo. Su plan más ambicioso, pensaba mientras apagaba el cigarrillo con la arena mojada, era buscar a Carla. Sólo había que ir a buscarla a General Madariaga sin mucha más información que su nombre y el recuerdo, tal vez aumentado, de su belleza.

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