19/3/14

La vida suelta de Ernesto VI (...)

A Ernesto siempre le costó relacionarse con el resto del mundo. Socializar es su materia pendiente. Por ejemplo, para graficar el alto grado de su parquedad, casi que no habla con su medio hermano, Gustavo, más allá de algún que otro llamado telefónico o de intercambiar mensajes inocuos por Whatsapp, sobre todo ahora que está radicado en Madrid. Lo de Gustavo, que es hijo de la madre de Ernesto, Rafaela, y de su primer marido, el finado Maximiliano, es emblemático para entender sus problemas para vincularse con los demás. De su medio hermano, que le lleva tres años –Maximiliano se murió cuando Gustavo tenía tres meses y Rafaela, mujer de duelo corto, se casó al toque con Franco, el viejo de Ernesto-, sabe poco y nada. Y eso que vivieron casi 20 años juntos y hasta compartieron la misma habitación. Ernesto no sabe nada que exceda lo reglamentario. O sea sabe los nombres de la mujer, Sandra, y de los hijos, Nicolás y Ernestina, y recuerda religiosamente las fechas de sus cumpleaños. Sabe también que le gustan con locura los fideos a la boloñesa con mucho queso rallado y el tenis (es admirador del checo Miloslav Mecir, otro punto en común), y que trabaja en una empresa de telecomunicaciones. Pero, como muestra de que casi no intercambian palabras, no tiene ni la más puta idea de su labor específica en Citycom. Ni le interesa. De cuestiones íntimas, ni hablar. Por ejemplo, para que se entienda, nunca supo de las relaciones (sexuales y no sexuales) de Gustavo durante la adolescencia en común. Tampoco Gustavo supo nada de la escasa vida social y sexual, como no podía ser de otro modo, de Ernesto. Lo más cercano fue la tarde en que, por casualidad, se encontró una revista porno detrás de unas enciclopedias que estaban apiladas en una de las bibliotecas del dormitorio. Entonces, a diferencia de lo que sucede ahora con internet donde la pornografía está al alcance de la mano (y no hay remate) de cualquiera, tener en casa fotos de tetonas desnudas practicando sexo con señores (casi todos ultradotados) era lo más cercano a descubrir un pozo de petróleo en el patio. Lo gracioso es que Ernesto supuso que Gustavo se la había robado, porque, vaya casualidad, tenía el mismo ejemplar, con la misma rubia ochentosa y siliconada en la tapa. Pero luego chequeó que su revista estaba en su propio escondite, casualmente en la otra biblioteca de la pieza, detrás de otras enciclopedias, y comenzó a reírse solo. Al menos tenía algo en común con su hermano además de la media cosanguinidad. Eso sí, nunca le habló del tema. Sin embargo, Ernesto tuvo tres certezas aquel día. Primero que Gustavo no era puto (en esa época, en la que los gays de barrio no podían sentir el orgullo que por fortuna pueden sentir ahora, se les decía así, despectivamente), algo que sospechaba tanto Ernesto, como sus padres, a quienes por las noches escuchaba cuchichear al respecto en la cocina, y que ninguno de los tres se animaba a sacar el tema y hablarlo en voz alta. Segundo: su hermano no era un robot y, como él, necesitaba algún estímulo visual para llevar adelante la pesada carga de la ebullición adolescente. Y tercero, lo más triste en épocas de bolsillos flacos: de haberse hablado un poco más podrían haberse ahorrado unos mangos y compartir, entre otras cosas, las revistas porno.

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