Todavía
agobiado por su sueño y por su descarga inconclusa, Ernesto salió a
tomar un poco de aire. Encontró un cajón de cerveza, sacó dos
envases viejos, cubiertos de telaraña y con algo de moho en el fondo
de las botellas, lo dio vuelta y se sentó en lo que en algún
momento debió haber sido una galería de la casa reconvertida en el
taller del Gordo Salvador. Tanteó en los bolsillos superiores de la
guayabera que llevaba desabrochada hasta encontrar el atado de
Parisiennes. Tomó el último cigarrillo que le quedaba y lo prendió
con el encendedor chino que estaba guardado dentro de la caja que
acto seguido se convirtió en un bollo de cartón.
La
primera pitada, larga y profunda, la retuvo un poco más que de
costumbre. Mantuvo los ojos cerrados y el humo confundió un poco más
su cabeza confundida. Una vez que soltó la bocanada, intentó
dibujar unos aros de humo en el aire. No tuvo la destreza necesaria.
Nunca la había tenido. Se lamentó por tu torpeza. Pero no por mucho
tiempo. Rápidamente se distrajo con el Peugeot 504 rural del vecino
de enfrente del taller. Era idéntico al de uno de sus viejos amigos
de la escuela secundaria. El mismo color, las mismas calcomanías. No
podía ser el mismo porque Néstor le había dicho que la camioneta,
así le decían, había ido derecho al desguace. Enseguida, empezó a
recordar todas las aventuras adolescentes vividas sobre ese catamarán
con cuatro ruedas y tres filas de asientos. Se perdió en el tiempo.
Casi tanto que el cigarrillo casi que se había consumido solo. Casi
tanto que ni se había dado cuenta que Lola se había acomodado a su
lado, con su diminuta y explosiva humanidad posada elegantemente
sobre otro cajón de cervezas vacío.
-¿En
qué estás pensando? -interrumpió Lola.
-Ufff.
Te vas a aburrir, Lolita. Cosas viejas. Cosas que pasaron cuando vos
ni siquiera habías nacido... -disparó Ernesto tratando de ahuyentar
a sus propios demonios.
-Dale,
contame. A mí me gustan las historias. A mí me gusta escuchar...
-No
vale la pena, Lola.
-Entonces
quiero que me cuentes cómo es eso que dejaste a tu mujer plantada y
toda la secuencia que acaba de contarle el Gordo a mi vieja mientras
tomaban mate....
-Tampoco
vale la pena, Lola.
-Uy,
estás difícil, Ernesto. ¿Te jode si me quedo acá con vos?
-No,
para nada. Pero, la verdad, no tengo ganas de hablar. Soy mala
compañía.
-Bueno...
No hablemos.
Ernesto
se sentía incómodo. Por un lado, deseaba tener 20 o 30 años menos
y, sin mediar explicación, darle a Lola el mismo beso que le dio a
Luciana, su compañera de inglés, mientras se cobijaban de la lluvia
debajo del alero de una casa. Por el otro, tenía ganas de pegarse un
tiro en el medio de las pelotas por haberse convertido, casi sin
darse cuenta, en un viejo de mierda. La vida se lo había llevado
puesto. Tanto se lo había llevado puesto la vida que se sorprendió
cuando Lola, sin pedir permiso, empezó a armarse un porro.
-¡Mirá
la nena! -atinó a decir Ernesto, como para decir algo, mientras Lola
terminaba de rolar el generoso cigarro de marihuana que se había
armado.
-Epa...
También sos policía... Apuesto a que nunca fumaste...
-Mirá,
chiquita... No te hagas la pilla que te faltan, por suerte, más de
20 años para alcanzarme. ¿Tu mamá sabe de esto? -le preguntó
Ernesto en una prueba más de que se estaba convirtiendo en un viejo
de mierda.
-¿Mi
mamá? Ja. Mi vieja fuma conmigo. Ella es la que cuida las plantas
que tenemos en el fondo de casa. No seas careta y pasame el fuego.
-...
Ernesto
obedeció. Todavía azorado, le dio el encendedor. Lola secó un poco
el papel que había humedecido con su saliva para terminar de armar
el cigarro y lo encendió. Le dio una seca larga y otra corta. Y se
lo ofreció a Ernesto.
Ernesto
llevaba un montón de tiempo sin fumar un cigarrillo de marihuana. La
última vez habia sido con Laura, en uno de los primeros aniversarios
de casados, en la terraza del edificio donde vivían. De jóvenes,
cuando se juntaban con los amigos de la facultad, el porro era moneda
corriente. Pero con el correr del tiempo, se había transformado en
algo así como una aventura ocasional.
-¿A
ver? ¿Esto es cosecha propia?
-Sí,
de la mejor. Mi vieja se hizo traer unas semillas de Bélgica que son
una masa...
Ernesto
le dio una pitada. Casi tan larga como la que le dio al “Parucho”.
Retuvo el suave humo dulce dentro de su boca, lo tragó y al rato lo
soltó. Le dio otra pitada. Y otra. Y le devolvió el cigarrillo a
Lola.
-Me
parece, Ernesto, que fumaste demasiado.
-Me
parece, Lola, que ahora la policía sos vos.
Y empezaron a reírse. Sin parar. Entre risas, Ernesto le resumió sin tapujos su vida de mierda a Lola. Entre risas, Lola le dijo que nunca antes había conocido un hombre como él. Falto de reflejos y con movimientos groseros y descoordinados, Ernesto quiso darle un beso. Y se cayó en cámara lenta del cajón de cerveza. Lola se tiró encima de él. Enredados, mientras trataban de incorporarse, Lola le quiso devolver el beso frustrado a Ernesto. Ernesto no se negó. Ahí fue cuando de la nada, al menos para Ernesto y para Lola, apareció Salvador.