31/3/14

La vida suelta de Ernesto X (...)

Lo de Laura no fue sencillo de resolver para Ernesto, más allá de que llevaba tiempo, mucho tiempo, consciente de que ya no estaba enamorado de ella. Incluso se preguntaba si alguna vez lo había estado o si simplemente había sido víctima de un pico de testosterona, tanto sexual como intelectual, que lo había cargado de coraje para avanzar en un camino del que nunca había podido retroceder. En esos seis meses que separaron el ataque de pánico, Ernesto no paró de pensar sobre su matrimonio. Las primeras noches posteriores a la internación casi no durmió. Pero no porque no estuviese seguro de que lo mejor era irse, sino porque no se le ocurría la forma de comunicar su firme y sorprendente determinación. Ernesto concluyó que estaba harto de estar harto de la rutina de la rutina. Por esos días de quiebre, se dio cuenta de que no sólo repetía cada uno de sus actos a la hora de levantarse, sino que comprobó que su vida era una especie de Día de la Marmota que no terminaba nunca y en el que, a diferencia del filme, seguramente jamás terminaría con la chica más bonita. Sólo envejecía. En silencio, para no despertar a Laura, desayunaba a las apuradas, tomaba café negro e instantáneo de parado, con algunas galletitas de agua. No más de cuatro. Casi siempre corría hasta la estación de trenes para tomarse la formación de las 6.36, que salía de Temperley y habitualmente llevaba menos gente, aunque casi nunca viajaba sentado. Se bajaba en Constitución y de allí caminaba hasta su trabajo. Una vez que se alejaba del avispero humano de la terminal comenzaba a ver, sin saludar, a la misma gente. Llegaba a la oficina y la cinta de Moebius se prolongaba hasta la infinidad de los tiempos. Y no estaba tan errado cuando se dio cuenta de que su oscura vida giraba en un círculo vicioso. Más allá de algún que otro cambio en la coyuntura, la rutina era siempre la misma. Y él, sin darse cuenta, ayudaba. Almorzaba en Lo del Gallego, así se llamaba el bolichón, y todos los días, de lunes a viernes, comía una porción de tarta con una botellita de medio litro de agua mineral. Los lunes le tocaba la de cebolla y queso, los martes eran de pascualina de acelga o espinaca, los miércoles de jamón y queso, los jueves siempre salía la de zapallitos y los viernes era el turno de la tricolor, con puré de calabaza gratinado como tapa del mix de verduras procesado. Jamás se preocupó por averiguar el nombre del Gallego, ni siquiera por saber si el hombre que lo atendía y al que saludaba con monosílabos era efectivamente el Gallego. Al volver a la oficina, antes de apoltronarse en su escritorio delante de una vieja computadora, se tomaba un café negro de la máquina cuya fama de depósito de cucarachas y otros bichos era mucho más alta que la del servicio. No le importaba. A Ernesto le gustaba, o le conformaba, y punto. Por la tarde, en las cuatro horas que le quedaban, todo transcurría igual. Las eventualidades, como el robo a uno de los camiones o un accidente de tránsito, lo ponían al borde de un síncope. Se paralizaba. No sabía, en principio, cómo resolverlo, al menos hasta que su mente se aclaraba con la ingesta de otro de esos cafés horribles. Cuando salía de trabajar, iba caminando siempre por las mismas calles rumbo a Constitución, se subía al tren, generalmente al de las 17.30 o en su defecto al de las 17.36 y compraba con monedas cargadas de mala voluntad uno de los diarios gratuitos de la mañana que le servía para digerir el viaje y esconderse de algún conocido del barrio que ocasionalmente compartía el vagón. Se bajaba en Lomas de Zamora, hacía las compras para la cena y cuando llegaba al departamento se encontraba con Laura frente a su notebook, generalmente escribiendo algún ensayo, o leyendo. Siempre con música clásica de fondo, música que él, amante del heavy metal, odiaba. La comida, también siempre, era hecha por Ernesto. El aseguraba que cocinar le servía para desconectarse, pero llevaba tiempo sintiendo que no tenía más ganas de internarse en la cocina para preparar un menú que, entre otras cosas y para variar, también era fijo. Los martes y los jueves cenaba solo, porque Laura se juntaba con su grupo de trabajo en un restorán de Palermo y volvía entrada la madrugada. Generalmente, tras el bife con ensalada reglamentario, Ernesto se quedaba dormido en el sillón mientras miraba las películas de dudosa procedencia y peor calidad que compraba en el túnel de la estación. Los lunes, miércoles y viernes cenaban juntos pero casi que no hablaban. Sólo intercambiaban alguna que otra palabra de rigor, con frecuencia sobre cuestiones domésticas o sobre algún tema familiar. A Laura no le gustaba discutir sobre su trabajo porque creía, con razón, que Ernesto ya no estaba a su altura para comprender ciertos temas. Y, como se espantaba cuando escuchaba las pocas cosas que su marido contaba sobre el día a día de la empresa, ella miraba el noticiero y se indignaba con la realidad que le mostraban. El se distraía jugueteando con su celular hasta que se aburría y se levantaba de la mesa para lavar los platos y cacerolas y utensilios sucios. Laura seguía mirando la tele, generalmente alguno de los programas políticos que emiten las cadenas de noticias del cable. Ernesto, en cambio, se volvía a bañar –también lo hacía por la mañana, antes de salir hacia el trabajo- y luego leía en la cama hasta quedarse dormido. Los fines de semana también eran iguales, aunque con matices que generaban las salidas a las casas de los amigos… de ella, a quienes Ernesto soportaba menos que la música clásica. Pero esas noches de quiebre no podía dormir. De hecho, esperaba que Laura se acostara y cuando ella caía rendida, se levantaba, se cambiaba y se iba caminando hasta la estación de servicio de Molina Arrotea e Yrigoyen para tomarse otro café negro en el autoservicio que funciona las 24 horas y releer por enésima vez alguna novela de Raymond Chandler, su autor preferido. Esa escapada, esa alteración a la rutina, le hizo sentir que todavía no era tarde para cambiar su vida. Terminó de darse cuenta de que ya nada lo unía con ella. Tampoco nada lo unía con él mismo o con lo que era. De hecho, al trazar un repaso, comprobó que la única decisión profunda que compartió con Laura, y agradeció, fue no haber tenido hijos. El resto fueron batallas perdidas. Así, noche tras noche, café tras café en el minishop, entre Chandler y más Chandler, elaboró el plan que lo llevaría a irse lejos de las rutinas y, sobre todo, lejos de Laura. En el trabajo no tuvo otra que hablar. Pidió, sin muchos rodeos, una reunión con su superior. Le dijo, le mintió, que tenía pensado poner una casa de comidas junto con un amigo de la infancia y que necesitaba el dinero que le dejara el retiro voluntario para empezar de cero, comprar el fondo de comercio y otras cuestiones. Casi que no tuvo oposición y arregló por el ciento por ciento de la indemnización. Eso sí, le dijo que seguiría trabajando en COPIAR hasta que consiguieran alguien que lo pudiera reemplazar. Pensó que tardarían menos, pero nadie quería hacer el trabajo de Ernesto. Y no porque fuese complicado. Ni siquiera por la rutina. Sino porque los patrones aprovecharon la volada para ofrecerle a su sucesor la mitad del sueldo. Así que tardaron un par de meses para relevarlo, aunque al final no lo sustituyeron con nadie. El trabajo se podía hacer sin Ernesto. Otro golpe para su mínima autoestima, aunque poco le importó, en definitiva, porque ya había arreglado su salida. Eso sucedió unas semanas antes del décimo aniversario de casados con Laura. El paso del tiempo resultó altamente perjudicial y llevó a la mínima exponencia los bríos de Ernesto de enfrentar cara a cara a su mujer. Con el correr de los días el miedo ante la reacción se acrecentaba. Primero pensó en decirle, otra vez mentir, claro, que había conocido una chica más joven, pero era una excusa demasiado poco creíble para una persona que no se relacionaba con nadie. Ni aunque fuera con una jubilada. Y ahí se le acabó la creatividad. Por eso, volvió a fingir durante unos días que todo seguía igual, como cuando sufrió el episodio del ataque de pánico. Y el final se postergó hasta ese maldito 1º de noviembre, cuando organizó, sin tener idea de dónde iría a parar, la escapatoria por la puerta de atrás, usando el ramo de flores, la carta, y al pibe del delivery como cobardes vehículos de su huida. Fue lo mejor que se le ocurrió.

28/3/14

La vida suelta de Ernesto IX (...)

La felicidad estaba empecinada en esquivar a Ernesto. En realidad, ésa era su sensación. Si le pasaba algo bueno, rápidamente buscaba una explicación que lo llevara a concluir que irremediablemente algo malo le iba a pasar. “Nada es gratis en la vida”, murmuraba por lo bajo ante una noticia positiva. Vivía alienado por el terrorismo meteorológico que emana viralmente de los canales de noticias y de los informativos de la radio. Una probable lluvia para dentro de dos días lo sacaba de quicio. Un alerta meteorológico, con tormenta eléctrica y posible caída de granizo, le ponía los pelos de punta. Y la cosa empeoraba con el correr de los años. Sus compañeros de oficina, por ejemplo, percibían esa insatisfacción continua que se manifestaba de diferentes maneras. El mal humor era apenas la punta del iceberg. Cuando escuchaba un comentario que no le agradaba, Ernesto inmediatamente lo descalificaba con la mirada. Pero lo más molesto era ese insoportable chasquido que producía al hacer ventosa y separar bruscamente la lengua del paladar. El ‘nch’ sonaba todo el tiempo. Cada vez más seguido. De la mañana hasta la noche. Incluso lo hacía dormido. Ernesto no se daba cuenta. Su insatisfacción lo había llevado a ser una persona despreciable en su trabajo. Y en su casa también, aunque Laura, un poco ciega, tampoco se daba cuenta. Envuelta en su vorágine profesional, entre clases magistrales y conferencias, no esperaba que su marido explotara como iba a explotar. Ella lo veía, o elegía verlo, como siempre, como el chico que despertó su atención del otro lado del mostrador de la fotocopiadora de la facultad. Unos seis meses antes de dejar a Laura el día que cumplían diez años de casados, Ernesto sufrió un ataque pánico cuando salía de trabajar. Nunca antes había sufrido un episodio de ese tipo. Cayó redondo en la vereda y se despertó al otro día en la camilla de un hospital con un bruto magullón en la cabeza. Un cartonero fue el que alertó al guardia de seguridad de COPIAR, que inmediatamente llamó a una ambulancia. Parecía que estaba muerto. Pensaron que había sufrido un infarto o un acv. Pero simplemente le había explotado la cabeza. Laura ni siquiera se enteró. Había viajado a San Juan para ofrecer una disertación invitada por la gobernación y no le pareció extraño que su marido no atendiera el teléfono de línea ni el celular cuando lo llamó aquella noche para hablar. Es que Ernesto odiaba hablar por teléfono. Nunca, salvo por cuestiones laborales, atendía los llamados. Respondía por sms o por whatsapp, pero casi siempre andaba sin batería, la que consumía jugando horas y horas al Candy Crush. Laura volvió a los cuatro días y Ernesto jamás le contó sobre su ataque de pánico. En el hospital, una vez que se despertó y chequearon que no tenía nada malo más allá de los picos de ansiedad, lo derivaron a un psiquiatra que le recetó unos ansiolíticos y un par de horas después le firmó el alta. Le dieron 15 días de licencia. Sin embargo, Ernesto prefirió no ventilar su problema. Todas las mañanas, durante esas dos semanas, se levantaba y simulaba que iba a trabajar. Sin embargo, se pasaba el día leyendo y tomando café en un bar de Constitución hasta que se hacía la hora de volver a su casa. Fue entonces cuando comenzó a pensar por qué le había pasado lo que le pasó. Y rápidamente llegó a la conclusión de que debía cambiar radicalmente su vida. La infelicidad lo había convertido en un ser miserable. En alguien que jamás imaginó ser. La idea de renunciar a la oficina se convirtió en certeza casi de inmediato. Lo de Laura, en cambio, le llevó un poco más de tiempo.

25/3/14

La vida suelta de Ernesto VIII (...)

Ernesto llevaba muchísimo tiempo pensando en cómo hacer para largar todo a la mierda. Ya no soportaba ir a trabajar a la oficina, la misma a la que iba de lunes a viernes desde hacía casi 20 años. Y la pasaba mal, horrible podría decirse, cuando estaba con Laura, o sea cuando volvía a su departamento. Ya casi que no se hablaban, ni siquiera se miraban. Y hacía tiempo que el sexo había pasado de un tercer a un decimoquinto plano entre ellos. Aunque la capacidad de dialogar y de tolerarse, futbolísticamente hablando, estaban un par de categorías más abajo. Era una relación de dominación. Al menos eso era lo que sentía Ernesto, el dominado, a quien ya no le alcanzaba para seguir adelante la admiración que en algún momento había sentido por su mujer. Estaba todo más que mal. Pero por temor, por cagón, mejor dicho, jamás se atrevió a preguntarle a Laura qué sentía o qué pensaba sobre la triste, y para él irremediable, situación que vivían. Para ella, en cambio, todo parecía más normal. Laura estaba acostumbrada a llevar las riendas de la relación. Ernesto siempre había sido un pusilánime y con el correr de los años dejó de ser su compañero de aventuras y emociones (parece una publicidad de cigarrillos) para convertirse en algo menos que su edecán. Laura crecía como profesional y como persona, a medida que Ernesto se empequeñecía. A Laura la conoció cuando ambos estudiaban Letras. Ernesto jamás terminó la carrera. Luego de dos años de apego al duro y saludable ejercicio de estudiar, comenzó a militar en una agrupación de izquierda que respondía al trotskismo, más allá de que él siempre se consideró peronista. Ernesto se excusaba con una razón atendible: el peronismo de Perón y de Evita, en aquellos menemizados años noventa, no tenía representación legítima en los pasillos de la facultad. Su militancia, no obstante, resultaba un contrasentido teniendo en cuenta su dificultad a la hora de establecer vínculos con los demás. Al mismo tiempo, comenzó a trabajar en un local de fotocopias que funcionaba dentro del edificio. Y poco a poco, entre el PTS y el olor químico a tinta quemada, Ernesto comenzó a alejarse de las aulas. Fue, justamente, atendiendo el negocio como entabló sus primeras palabras con Laura. Ya la conocía por haber compartido unas cuantas materias. La miraba en forma obsesiva, completamente hipnotizado por su belleza y por su inteligencia, pero obviamente jamás se atrevió a cruzar palabras hasta aquella tarde en que Laura se acercó al local y se vio obligado por la circunstancia. En un instante de lucidez, una estrella fugaz en su eterna oscuridad, Ernesto observó los apuntes que le entregaba para copiar e hizo un atinado comentario al respecto de los escritos que sorprendió a Laura. Fue la primera vez que ella posó su mirada en los ojos insípidos de Ernesto, nunca había reparado que habían sido compañeros en unos cuantos cursos. Una afirmación cargada de ironía, hasta graciosa, terminó por atrapar la atención de Laura. Así fue cómo comenzaron a verse cada vez más seguido. En realidad, como siempre, Laura fue la que tomó la iniciativa y lo invitaba a participar de sus tertulias intelectuales. Ella, un bocho, terminó la carrera en tiempo récord y, mientras despuntaba el vicio dando clases en diversos claustros universitarios, se convirtió con el correr del tiempo en una de las lingüistas más respetadas de la Argentina y del mundo, con cientos de ensayos publicados. Una referencia. Ernesto, en cambio, quedó atrapado en la necesidad de ganarse unos pesos para sobrevivir, dejó el local de fotocopias y los pasillos de la facultad para empezar a trabajar full time, aunque con condiciones ultraprecarias, como cadete en una oficina de correo privado. Casi sin proponérselo, Ernesto fue mejorando sus condiciones laborales en la empresa. Su incapacidad para hablar y relacionarse con los otros no resultó perjudicial, sino que se convirtió en una virtud: la discreción. Poco a poco se fue ganando la confianza de los gerentes y, como si se tratara de un ejemplo del sueño americano-liberal, poco a poco fue escalando posiciones a medida que la empresa se fusionaba con otras más pequeñas y se afianzaba en el mercado. De cadete pasó a labores administrativas. Al tiempo, uno de los encargados del área de logística murió aplastado por un camión en la planta, un accidente terrible que terminó beneficiando a Ernesto, que fue el elegido para ocupar su lugar. De la nada, con nada, pasó de repartir la correspondencia interna y hacer la recorrida por los bancos a quedar a un paso de ser gerente. Sin quererlo, como todo en la vida de Ernesto. Así, atrapado en la vorágine, Ernesto crecía dentro de COPIAR (Correo Privado Industria Argentina). Pero también crecía su profundo rechazo por lo que hacía. No pasaba día, mientras cumplía burocrática y religiosamente de su trabajo, sin imaginar qué hubiera de su vida si no hubiese tenido la necesidad de meterse en ese sucucho trosko para sacar copias y terminar en esa maldita e inconducente empresa de correo privado. Las preguntas se repetían y cada vez retumbaban más fuerte en su interior. Incluso, Ernesto tenía la certeza de que si no hubiese trabajado en la fotocopiadora jamás de los jamases se habría animado a hablar con Laura...

20/3/14

La vida suelta de Ernesto VII (...)

Ernesto no sabe por qué tiene esa dificultad para establecer vínculos con otras personas. Tampoco es de esos que prefieren la compañía de un perro o de un gato. Podría decirse sin miedo a mentir que odia a los animales. A tal punto que jamás pisó un zoológico. Disfruta estar solo, o en silencio. Hace tiempo tomó la determinación de no entablar nuevas amistades. Y apenas guarda una mínima relación con sus compañeros de la escuela secundaria, con quienes se ve cada vez menos seguido. Cuando se junta con ellos puede pasarse una tarde tomando mate o compartiendo un asado y cruzar no más de diez palabras sobre sus problemas o cuestiones personales. Sí participa cuando se trata de divagar sobre cuestiones banales o de viejas anécdotas que se repiten en loop en cada uno de los encuentros. Le gusta leer novelas policiales, mirar películas en su casa. Al cine dejó de ir desde que se transformó en un salón de comidas. Pero, sobre todas las cosas, lo apasiona el fútbol. Es menottista furibundo, fundamentalista del ‘se juega como se vive’. Y es capaz de irse amargado si su equipo juega mal y gana. Y eso le pasa cada vez más seguido. Suele ir solo y acodarse en diferentes lugares de la tribuna para no tener que hablar con los que siempre se acomodan en el mismo sitio, a la misma altura del campo de juego. A veces va con Diego, uno de los pocos vecinos de la infancia al que frecuenta, a quien pasa a buscar por su casa, camino a la cancha. Y resulta curioso observar que casi que no se hablan más allá de los saludos de rigor, los efusivos abrazos de gol, las puteadas interminables por las ocasiones perdidas frente al arco rival y los goles sufridos y la pregunta o la respuesta sobre cuánto tiempo falta para que termine el partido. En la cancha es el único lugar que fuma. Por eso, siempre pasa por el quiosco que está enfrente de la estación de trenes, ese que siempre está abierto aunque sea 1º de enero, para comprarse un atado de Parisiennes. En su única actitud cabulera, una de las tantas características que repudia de la escuela bilardista, Ernesto fuma dos cigarrillos por tiempo y uno en el descanso. Es un hábito inmodificable. Si Banfield juega bien, porque Ernesto es hincha de Banfield, deja el atado empezado en el escalón donde estuvo sentado o parado con la fantasía de que otro hincha de Banfield lo agarrará. En cambio, una pobre producción del Taladro lo lleva a destruir el paquete de cigarros negros sin miramientos. Ernesto atribuye su problema a la timidez. Nunca hizo terapia, pero está convencido de que tendría que hacer algún tipo de tratamiento en forma urgente para combatir sus manías y romper el muro de hielo que lo aísla del mundo exterior. Sin embargo, cuando está por torcer el brazo y buscar algún psicoanalista en la cartilla de la obra social, piensa que va a tener que hablar y hablar para tratar de desentrañar sus problemas. Y eso lo trastorna. Por eso también le cuesta tanto relacionarse con chicas. En la adolescencia, mientras sus amigos tenían sus filitos estables, Ernesto siempre andaba solo. Algunas pocas veces, vaya a saber con qué chamuyo, conquistaba alguna piba. Pero salía una o dos semanas y ellas lo dejaban. Decían, en realidad coincidían, que era un chabón aburrido. Sólo Laura, unos años después, tuvo la paciencia de soportar su incapacidad de socializar. Nadie entendió nunca qué le vio. Ella era hermosa, sin exagerar. Lo sigue siendo a pesar de que los 40 asoman en el horizonte cercano. Una larga melena morocha, ojos verdes, cuerpo armonioso y curvilíneo con piernas larguísimas. Una chica Divito, pero terrenal, sin esa exagerada cintura de avispa. Un bombón. Cuando se conocieron ella era, sin duda alguna, la más linda de sus compañeras de la Facultad de Letras. Ernesto, en cambio y a primera vista, era (y lo sigue siendo) un tipo del montón. Nada para destacar. Ni flaco ni gordo, ni alto ni bajo, ojos marrones, con pelo castaño, un poco despreocupado por la ropa. Un tipo promedio. Lo salvaba de la total intrascendencia su inteligencia y su sentido del humor que lo hacía sentir con atinados comentarios cargados de ironía. Quizá fue eso lo que deslumbró a Laura.

19/3/14

La vida suelta de Ernesto VI (...)

A Ernesto siempre le costó relacionarse con el resto del mundo. Socializar es su materia pendiente. Por ejemplo, para graficar el alto grado de su parquedad, casi que no habla con su medio hermano, Gustavo, más allá de algún que otro llamado telefónico o de intercambiar mensajes inocuos por Whatsapp, sobre todo ahora que está radicado en Madrid. Lo de Gustavo, que es hijo de la madre de Ernesto, Rafaela, y de su primer marido, el finado Maximiliano, es emblemático para entender sus problemas para vincularse con los demás. De su medio hermano, que le lleva tres años –Maximiliano se murió cuando Gustavo tenía tres meses y Rafaela, mujer de duelo corto, se casó al toque con Franco, el viejo de Ernesto-, sabe poco y nada. Y eso que vivieron casi 20 años juntos y hasta compartieron la misma habitación. Ernesto no sabe nada que exceda lo reglamentario. O sea sabe los nombres de la mujer, Sandra, y de los hijos, Nicolás y Ernestina, y recuerda religiosamente las fechas de sus cumpleaños. Sabe también que le gustan con locura los fideos a la boloñesa con mucho queso rallado y el tenis (es admirador del checo Miloslav Mecir, otro punto en común), y que trabaja en una empresa de telecomunicaciones. Pero, como muestra de que casi no intercambian palabras, no tiene ni la más puta idea de su labor específica en Citycom. Ni le interesa. De cuestiones íntimas, ni hablar. Por ejemplo, para que se entienda, nunca supo de las relaciones (sexuales y no sexuales) de Gustavo durante la adolescencia en común. Tampoco Gustavo supo nada de la escasa vida social y sexual, como no podía ser de otro modo, de Ernesto. Lo más cercano fue la tarde en que, por casualidad, se encontró una revista porno detrás de unas enciclopedias que estaban apiladas en una de las bibliotecas del dormitorio. Entonces, a diferencia de lo que sucede ahora con internet donde la pornografía está al alcance de la mano (y no hay remate) de cualquiera, tener en casa fotos de tetonas desnudas practicando sexo con señores (casi todos ultradotados) era lo más cercano a descubrir un pozo de petróleo en el patio. Lo gracioso es que Ernesto supuso que Gustavo se la había robado, porque, vaya casualidad, tenía el mismo ejemplar, con la misma rubia ochentosa y siliconada en la tapa. Pero luego chequeó que su revista estaba en su propio escondite, casualmente en la otra biblioteca de la pieza, detrás de otras enciclopedias, y comenzó a reírse solo. Al menos tenía algo en común con su hermano además de la media cosanguinidad. Eso sí, nunca le habló del tema. Sin embargo, Ernesto tuvo tres certezas aquel día. Primero que Gustavo no era puto (en esa época, en la que los gays de barrio no podían sentir el orgullo que por fortuna pueden sentir ahora, se les decía así, despectivamente), algo que sospechaba tanto Ernesto, como sus padres, a quienes por las noches escuchaba cuchichear al respecto en la cocina, y que ninguno de los tres se animaba a sacar el tema y hablarlo en voz alta. Segundo: su hermano no era un robot y, como él, necesitaba algún estímulo visual para llevar adelante la pesada carga de la ebullición adolescente. Y tercero, lo más triste en épocas de bolsillos flacos: de haberse hablado un poco más podrían haberse ahorrado unos mangos y compartir, entre otras cosas, las revistas porno.

La vida suelta de Ernesto V (...)

El día en que Ernesto cumplía el décimo aniversario de casado, su mujer lo esperaba para ir a cenar al restorán de siempre, al que iban todos los 30 de noviembre desde la noche en que se comprometieron y, entre copas de vino, se juramentaron amor eterno. Pero Ernesto, para sorpresa de Laura, nunca llegó. Después del mediodía, pasada la hora del almuerzo, Laura lo había llamado a la oficina y al celular para saber a qué hora volvería. Había planificado esperarlo para festejar el aniversario en la cama antes de ir a comer. Pero no lo pudo contactar. Ella, que ya había elegido la ropa para las dos sesiones, supuso que estaría fuera de su puesto de trabajo y que su teléfono se había quedado sin batería, algo que le sucedía seguido porque, simplemente, se olvidaba de cargarlo. Por eso no se inquietó hasta que se hizo de noche y Ernesto seguía sin aparecer. Laura se preocupó aún más cuando encontró tirado debajo de la cama el celular último modelo de su marido. Inmediatamente, pensó que algo malo había pasado o estaba por pasar. Agobiada por las noticias de inseguridad que exudan sangre de las pantallas y de los diarios, imaginó lo peor. Mientras hacía zapping por los canales de noticias, Laura ya había entrado en pánico y decidió llamar a Javier, el único compañero de trabajo de Ernesto que conocía y del que escuchaba hablar. El tampoco atendió su teléfono. En realidad, atendió una chica que dijo no conocer a Javier y, de muy mal modo, completó que estaba cansada de que un montón de gente la llamara preguntando por él. Desesperada, Laura llamó a su madre y a su hermana, que no tardaron más de 15 minutos en llegar al departamento para acompañarla. También llamó a Gustavo, el medio hermano de Ernesto, pero enseguida recordó que llevaba dos semanas en Madrid por trabajo. Laura y Jimena, su hermana, buscaron en los portales de noticias y hasta por las redes sociales para averiguar si había habido algún accidente, robo o cualquier otro hecho que involucrara a un hombre de las características de Ernesto. Stella, que sólo había atinado a ponerse una bata encima de su camisón y había olvidado sacarse los ruleros, seguía prendida a la tele, yendo de un noticiero a otro. No encontraron nada. Y cerca de las 10 de la noche decidieron hacer la denuncia a la Policía. Ernesto tendría que haber llegado a las cinco de la tarde. Al rato que cortaron con el operador del 911, sonó el portero eléctrico y Laura corrió desesperada hacia el receptor que estaba en la cocina. Antes de atender, se tropezó con una alfombra y se hizo una generosa raspadura en el brazo derecho. No sintió dolor. La adrenalina de la situación le había hecho perder la noción del golpazo. -¿Ernesto? ¿Sos vos? -preguntó al borde del llanto con la esperanza de que también había dejado olvidado su llavero-. -No, señora. Tengo una entrega para hacerle de la florería Ramos -se escuchó del otro lado del auricular. Laura bajó los dos pisos por la escalera. No sabía si reír o llorar. Mientras saltaba de escalón en escalón pensó que Ernesto le estaba jugando una broma. Imaginó que estaría del otro lado de la puerta, con un ramo de rosas o un regalo, y que le diría que se le hizo tarde en el trabajo y un montón de otras explicaciones antes de fundirse en un beso. Pero no. Del otro lado de la puerta del edificio sólo se veía un chico de unos 20 años, menudito, con una sonrisa con brackets, una remera bordó, unas bermudas y una gorra verde con la inscripción "Florería Ramos" sobre la visera. Efectivamente, era un ramo de rosas y entre ellas asomaba un sobre. Laura, con un acto reflejo, tiró el ramo de flores al piso del hall y con las manos temblorosas rompió el sobre por uno de sus bordes. El sobre no era el típico que trae una tarjeta con un mensaje cursi y de ocasión acompañada por la firma del emisario. Era más grande, con una carta impresa en hoja oficio con una fuente insípida como la courier new. "30 de noviembre de 2013" "Laura. Soy un cagón. Debí haber ido en persona y decirte cara a cara todo esto que te estoy escribiendo. Pero no pude. Sabía que no iba a poder decírtelo, como nunca pude decirte que jamás me quise casar con vos y que incluso nunca debimos ser novios. Pero me dejé llevar por tu entusiasmo, por tu belleza e intenté construir algo que jamás me hizo feliz. Siempre tuviste la iniciativa de todo. Hasta fuiste vos la que me invitó a salir la primera vez y la que meses después decidió que nos casáramos. Yo no quería... Pero nunca me animé a contradecirte. Pensé que con el tiempo mi afecto y mi admiración se transformarían en amor. Pero no. Eso nunca sucedió. Y, la verdad, no te quiero hacer perder más tiempo". "Yo tampoco quiero perder más tiempo. Hoy terminé de arreglar mi salida de la oficina. Me dieron el retiro voluntario y en días van a depositar un montón de plata en tu cuenta. Es toda tuya. No te va a salvar la vida, pero te va a dar aire para complementar tu sueldo. El departamento también es tuyo. Yo no necesito nada. Cuando ordene un poco mi vida trataré de dar la cara y recibir la bofetada que me merezco. Pero ahora necesito estar lejos, muy lejos". "PD. Y no hay otra mujer. Aunque no te amé, siempre te fui fiel". "PD2. Perdón" Laura no entendía nada, pero no paraba de llorar. El pibe de la florería, que seguía fime del otro lado de la puerta a la espera de una propina, atinó a abrazarla. -¿Necesita algo señora? ¿Quiere que llame alguien? -se ofreció el muchacho que no terminaba de decodificar la situación. -No... ¿Qué hacés? Salí de acá... -contestó desencajada Laura antes de dejar que la puerta se cerrara sola. El pibe se fue sin entender nada. Laura tampoco entendía nada. El único que había entendido el sentido de su vida había sido Ernesto. Lo aturdían sus rutinas. Lo agobiaba sentir que se le escurría el tiempo entre la tristeza de no ser feliz. Pero todavía, pese a los años caminando en dirección contraria a sus sueños, estaba a tiempo de volver a empezar.

La vida suelta de Ernesto IV (...)

Ernesto no sabe bien por qué, pero siempre trata de levantarse apoyando el pie izquierdo sobre el piso antes que el derecho. Cuando no lo hace y se da cuenta de que no lo hizo, siente y presiente que algo malo le pasará ese día. Y, curiosamente, la predicción se cumple. O pisa una baldosa floja y se le mojan los zapatos y la botamanga del pantalón. O se olvida la tarjeta SUBE y paga más caro el viaje en el subte. O se pelea con alguien en la oficina. O recibe un reto de su jefe. O lo que a usted se le ocurra... Desde perder un billete de cien pesos hasta reencontrarse con su ex novia y recibir un bruto bofetazo ante la mirada atónita de todo la gente que poblaba el andén de la estación de trenes de Turdera. Y no exagera. Desde la primera vez que asoció sus desgracias cotidianas con el olvido de pisar primero con el pie izquierdo, Ernesto lleva estadísticas anotadas. Antes lo hacía en una libretita. Ahora, atrapado por la modernidad burguesa, lo hace en su smartphone de última generación.

La vida suelta de Ernesto III (...)

A las 5.58 comienza a mirar de reojo el radio reloj. Ernesto nunca se levanta hasta que vuelve a sonar. Nunca. Disfruta con un curioso masoquismo que el tiempo corra, que la arena imaginaria se le escurra entre los dedos, hasta que los números rojos y excesivamente grandes del despertador cambien mágicamente de cinco, cinco, nueve a seis, cero, cero. Apenas suena, vuelve a pegar el manotazo a puro reflejo visual y auditivo. En forma mecánica, como un zombi, se incorpora con lentitud, enciende el velador y aprieta el botón para que el despertador no vuelva a activarse en diez minutos. No vaya ser que quede encendido durante todo el día.

La vida suelta de Ernesto II (...)

La vida es una rutina que se repite con mínimas variaciones. De lunes a viernes el despertador suena siempre a las 5.50. Ernesto, como si se tratara de un juego perverso, pega el manotazo y espera disfrutar de los diez minutos que le quedan por delante hasta que el despertador suene otra vez y marque las seis en punto. Jamás, salvo la primera vez que lo hizo, volvió a reengancharse en el sueño del que no quería despertar. Nunca. Siempre deja la cabeza pegada a la almohada y clava la mirada en las hendijas de la cortina de enrollar por las que, en verano, asoman los primeros haces de luz. En invierno hace lo mismo. Pero no ve nada. Simplemente comienza a contar. Si es lunes, maldice para sí mismo: “Falta toda la puta semana”. El martes no lo conforma. Tampoco el miércoles. Los jueves siente que el túnel oscuro está por llegar a su fin. El viernes, cuando se da cuenta de que es viernes, es el día más feliz. Sólo doce horas le esperan para terminar el recorrido que 72 horas más tarde volverá a empezar.

La vida suelta de Ernesto (...)

Ernesto mira a su alrededor y se siente agobiado. No hay nadie. No hay nada. Ya se hizo de noche en Barracas. Acelera los pasos para encontrar algún lugar para sentarse. Se encorva, pone las manos sobre los muslos, como tratando de recuperar energía y ganar en calma. No funciona. El agobio se transforma en agite. Tiene la sensación de que el corazón va a estallar en uno o dos latidos más. Un dolor silencioso lo atraviesa. Siente algo que jamás sintió. “Me muero, me muero”, alcanza a gritar sin fuerza, casi en silencio. Nadie lo escucha. Se desploma contra la vereda de cemento alisado minada por soretes de perros que no juntaron los soretes de sus amos. Y la luz se apaga.