-Así no puedo vivir, mi amor...
Lavalle, esquina Suipacha. Eran las tres y cuarto de la tarde de un sábado demasiado frío. Celular en mano, el hombre tenía una camiseta de mangas largas de la selección de fútbol de Francia. También tenía una gorra con la visera cubriendo la nuca. Y un par de lágrimas negras prolijamente dibujadas en sus mejillas.
-Escuchame, por favor, escuchame... No me cortes, no me cortes...
El semáforo cambió y no tuve otra alternativa que seguir camino. No pude escuchar más. Al alejarme, mientras cruzaba la calle, giré en forma disimulada para poder observarlo. Vi que el hombre se sacaba el teléfono de la oreja, miraba con bronca la pantalla y guardaba el aparato en uno de los bolsillos traseros del pantalón. La historia acababa de terminar para mí.
Lavalle, esquina Suipacha. Eran las tres y cuarto de la tarde de un sábado demasiado frío. Celular en mano, el hombre tenía una camiseta de mangas largas de la selección de fútbol de Francia. También tenía una gorra con la visera cubriendo la nuca. Y un par de lágrimas negras prolijamente dibujadas en sus mejillas.
-Escuchame, por favor, escuchame... No me cortes, no me cortes...
El semáforo cambió y no tuve otra alternativa que seguir camino. No pude escuchar más. Al alejarme, mientras cruzaba la calle, giré en forma disimulada para poder observarlo. Vi que el hombre se sacaba el teléfono de la oreja, miraba con bronca la pantalla y guardaba el aparato en uno de los bolsillos traseros del pantalón. La historia acababa de terminar para mí.